Foto: organicsa.net
Esteban Hernández Bermejo, director del Banco de Germoplasma Vegetal Andaluz, en España, ha publicado en la revista digital ambienta, un muy interesante informe acerca la necesidad de la agricultura española de reconvertirse y modernizarse.
Vida Más Verde resalta los apartes más importantes del informe de Esteban Hernández, titulado Agricultura sociológica y ecológica.
“Por último, el agrónomo no debe limitarse como ha sucedido por la escasez de luces, al corto número de plantas que maneja de ordinario, sino que ha de aspirar a enriquecerse con todas las que pueda descubrir útiles ya por su productos, ya para aprovechar uno u otro terreno y ya por otros motivos,… y así podrá introducir otras muchas en cultivo para nunca hallarse falto de recursos en cualquier paraje y clima que se encuentre.”
Sebastián Eugenio Vela
Creo que no es necesario, a modo de introducción, explicar la urgente necesidad de reconversión e innovación que requiere la agricultura española. Debemos responder a los grandes cambios que nuestro sector agrícola está sufriendo no solo en el ámbito de su rentabilidad, sino también en el de otros caracteres que se creían más estables o consustanciales como los de naturaleza sociológica y ecológica (formas de vida, costumbres alimentarias, etnoicidad, políticas agrarias y medioambientales, variables climáticas). Esta encomienda sugiere la búsqueda de nuevas herramientas, nuevas fórmulas, técnicas e incluso nuevas culturas agrícolas; nuevos cultivos y variedades adaptadas a este rápido proceso de cambio global en el que estamos inmersos, buscando nuevas (o antiguas) formas de comercialización que acerquen a los productores y consumidores (cadenas cortas, kilómetro cero, mercados de agricultores, huertos familiares, redes de intercambio de semillas y cosechas). Hay que promover organizaciones o colectivos sociales que reivindiquen para los alimentos valores como los de ser generadores de salud (nutrición, prevención de enfermedades, valores dietéticos, producción ecológica), autenticidad (carácter local y tradicional, coherencia cultural, denominaciones de origen) y justa comercialización (beneficios económicos compartidos, reconocimiento de los derechos del agricultor, reducción o eliminación de intermediarios, etc.).
Necesitamos reforzar el paradigma de la diversidad en todos sus componentes: biodiversidad, agrodiversidad, diversidad cultural y alimentaria…,nos enfrentamos a los riesgos de la pobreza alimentaria, del fast food, de la uniformidad, de la pérdida de identidad de los pueblos, de la dependencia externa y de algo todavía más evidente y reciente: nos arriesgamos al derrumbe total de la agricultura como forma de vida generadora de alimentos, empleo y riqueza, y con su pérdida, también a la de una parte muy significativa de nuestros paisajes, economía, patrimonio natural e identidad cultural.
Ante este horizonte que es ya una realidad cercana, pretendemos apoyar con estos párrafos la recuperación de antiguos cultivos hoy infrautilizados u olvidados (los llamados según acrónimo internacionalmente aceptado, NUS), pero incorporando también nuevos elementos procedentes del patrimonio genético y agrícola de otras regiones del mundo. Necesitamos un nuevo Renacimiento, una mirada diferente, retrospectiva para aprender lecciones del pasado y a la vez prospectiva, para no quedarse en lo ya conocido. No es un discurso ambiguo. Estamos hablando estrictamente de lo que debemos cultivar, para qué cultivarlo, cómo consumirlo y quién y cómo debe beneficiarse. Y como decía un prestigioso etnobotánico americano, Evan Schultes (1989) con referencia a la urgente recuperación del patrimonio etnobiológico de los pueblos, “pronto será demasiado tarde”. Y esto también vale para los NUS y España.
Y puesto que acabamos de mencionar el término patrimonio etnobiológico, empezaremos por recurrir en nuestro empeño a la herramienta y solución de buscar esos eslabones perdidos, esos NUS, a través de los saberes populares de los pueblos ibéricos, de nuestro acervo etnobotánico y agrícola.
La etnobotánica es la ciencia que se ocupa de estudiar las sabidurías tradicionales (Barrera 1983). Identificada con ese nombre desde finales del siglo XIX (Harsberger, 1896), experimentó en la segunda mitad del XX un importante desarrollo de la mano de investigadores americanos (E. Schultes, E. Hernández Xolocotzi, A. Gómez-Pompa, A. Barrera, G. E. Wickens, M. Gispert, V. M. Toledo,… la lista sería interminable) y desde la década de los 80 también en España (L. Villar, J. Vallés, M.R. González Tejero, R. Morales, D. Rivera, de nuevo una larga lista que debiera ser encabezada por P. Font Quer quien a pesar de no haber mencionado la palabra etnobotánica en su Dioscórides renovado, es un incuestionable pionero de la Etnofarmacología, desde varias décadas antes que los anteriormente citados.
También se han encontrado antecedentes en un botánico aragonés anterior, Pardo Sastrón (en Pardo de Santayana, 2012), que en 1895 y 1901 publicó catálogos de los nombres y usos populares de más de 400 plantas de su pueblo natal (Torrecilla de Alcañiz, Teruel). Podemos seguir retrocediendo en el tiempo y también encontraríamos antecedentes en autores del siglo XIX (agrónomos y botánicos como Antonio Sandalio de Arias y Costa y su discípulo Eugenio Sebastián y Vela, Claudio Boutelou, en el XVIII con Antonio José de Cavanilles, en el XVI con Francisco Hernández o mejor aún con Felipe II (véanse las instrucciones que este monarca diera al médico y botánico Francisco Hernández para su misión en tierras mexicas). Y mucho antes, entre los siglos X al XIV entre los agrónomos, médico-farmacéuticos y botánicos andalusíes, hallamos evidentes antecedentes del quehacer etnobotánico, tema del que nos hemos ocupado directamente en alguna ocasión (Hernández-Bermejo y García Sánchez, 2008) y que ampliaremos algo más adelante.
“Primeramente, que en la primera flota que de estos reinos partiere para la Nueva España os embarquéis y va (ya ) is a aquella tierra primero que a ninguna otra parte de las dichas Indias, porque se tiene relación que en ella hay más cantidad de plantas y yerbas y otras semillas medicinales conocidas que en otras parte Item, o habeis de informar donde quiera que llegáres de todos los médicos, cirujanos, herbolarios e indios e otras personas curiosas en esta facultad y que os pareciere podrán entender y saber algo, y tomar relación generalmente de ellos de todas las yerbas, árboles y plantas medicinales que hubiere en la provincia donde os halleís. Otrosí os informareis que experiencia se tiene de las cosas susodichas y del uso y facultad y cantidad que de las dichas medicinas se da y de los lugares adonde nascen y cómo se cultivan y si nascen en lugares secos o húmedos o acerca de otros árboles y plantas y si hay especies diferentes de ellas y escribiréis las notas y señales … de todas las cosas susodichas que pudieras hacer experiencia y prueba la hareís … las escribiréis de manera que sean bien conocidas por el uso, facultad y temperamento de ellas.”
(Instrucciones dadas por Felipe II a Francisco Hernández tras ser nombrado, el 11 de Enero de 1570 Protomédico general de todas las Indias, islas y tierra firme del Mar Océano, para hacer la Historia Natural de las cosas de las Indias, por espacio y tiempo de cinco años, con un salario anual de dos mil ducados).
En España, el inventario de estos saberes populares sobre el uso de las plantas se inició tímidamente hace algunos años por iniciativa del Ministerio del Medio Ambiente (Hernández-Bermejo 2009) y se ha activado de forma más reciente por un nuevo encargo del actual MAGRAMA (Pardo de Santayana et al. com. pers.).
Son esos saberes tradicionales, esas formas de vida locales, las que han permitido se conserve el germoplasma de ciertos cultivos y muchas de sus variedades que habrían desaparecido ante la presión implacable de su comercialización, de las cadenas de intermediarios, de la pérdida de rentabilidad de la agricultura, de las políticas comunitarias (la PAC ha desarrollado una influencia negativa e irresponsable sobre la agrobiodiversidad europea). Más importante si cabe, ha sido el papel de conservación que los saberes populares han tenido sobre las técnicas de cultivo, los usos tradicionales de las plantas, las formas de preparación y consumo de los alimentos. Resulta imposible resumir en pocas líneas el acervo genético y cultural que se ha conservado gracias a la transmisión de estos conocimientos de generación en generación de campesino/as, abuelo/as, pastores, boticarios… principalmente en el escenario de las comunidades rurales o locales.
Un capítulo de especial relevancia en este sentido es la información procedente de los informantes actuales, esto es del saber popular vivo, respecto a las especies silvestres recolectadas como alimento. Muchas de ellas no son sino el resultado del asilvestramiento de antiguos cultivos, mientras que otras, permanecen todavía en un proceso incipiente de domesticación. En cualquiera de los casos se trata muchas veces de especies que presentan altos valores nutricionales, dietéticos o incluso medicinales y posibilitan el desarrollo y puesta en valor de fórmulas locales de gastronomía. Estamos hablando de plantas como tagarninas, collejas, espárragos silvestres, acederas y romazas, cenizos, verdolaga, guardalobo, alcauciles, cardillos, berros, diente de león, nueza, rusco, sauco, zarzamoras, madroños, achicorias, hinojo…, la lista puede ser de nuevo muy prolija. Morales et al (2002) se ocuparon hace algún tiempo de recoger toda la información relativa a la Comunidad de Madrid y más recientemente (Morales et al, 2011) realizaron una estimación de la flora silvestre ibérico-balear de interés alimentario que es objeto de colecta y la cifra supera el 6.5 % de la flora, esto es, más de 500 especies.
En el campo de la Antropología de la alimentación existe un fuerte movimiento internacional a favor de considerar la cocina como patrimonio Intangible. Especialistas como Marcelo Álvarez (2002) o Isabel González Turmo (1999), han explicado cómo los alimentos no son solo materias nutritivas, sino que a través de su valor simbólico se convierten en parte del patrimonio cultural de los pueblos, y pasan a formar parte de las políticas culturales y también de una sugerente oferta turística.
La cocina viene buscando en los últimos tiempos sus propias bases académicas, investigando el fundamento científico, fisicoquímico muchas veces, de los procesos de conservación y elaboración de los alimentos. Paralelamente, las formas de presentación del producto elaborado han conseguido metas tan complejas como las de la cocina molecular con sus deconstrucciones, o la aplicación de técnicas como gelificación, criogenización, liofilización o esferificación. Se han hecho nuevas propuestas con eufemismos como los de la Gastrobotánica (de la Calle, 2010) intentando diferenciar las componentes etnobotánicas o antropológicas de la gastronomía. De esta forma la cocina está alcanzando en su rápida ascensión académica las puertas de la formación universitaria.
Personalmente hemos ensayado también esta aventura académica, impartiendo algunos cursos en las aulas de “mayores” de la Universidad, explicando simultáneamente el origen de las plantas cultivadas, la historia de su dispersión en el espacio y tiempo y los usos y procesos culturales asociados a la historia de su consumo, especialmente en lo concerniente a su uso alimentario y técnicas de elaboración. En ese camino y en el del contacto paralelo con diversos agricultores e iniciativas de innovación agrícola, hemos ido descubriendo un valor esencial de la cocina: su carácter indispensable para la introducción de cualquier nuevo producto en la agricultura. No hay forma de generar la oferta de algo nuevo sin haber fomentado previamente su demanda. Dicho de otra forma, es necesario saber cómo se consumen los alimentos, y por lo tanto como se cocinan, antes de poner en cultivo una especie o variedad nuevas. Aquellas que triunfaron sin dificultad pese a llegar procedentes de otros continentes, como las habichuelas, los frijoles o porotos americanos, el fresón y las calabazas o zapallos, no encontraron apenas resistencia pues hallaron formas de consumo ya asentadas con especies equivalentes. Otras sin embargo tan importantes como la patata o el tomate tuvieron que esperar decenas de años antes de ser aceptadas. Muchas permanecieron y permanecen ignoradas o infrautilizadas porque nunca se enseñó al consumidor la forma de prepararlas como alimento, y algunas fracasaron, incluso recientemente, en su intento de introducción (como el bábaco en los años 90) por no haber enseñado previamente nada sobre la forma de su consumo. En pocas palabras:
Enseñar a cocinar los nuevos cultivos es un paso y herramienta imprescindible para el éxito de su introducción. La cocina adquiere así un valor estratégico para la innovación agrícola más allá de su valor cultural y patrimonial. Paralelamente, la cocina también puede retroalimentarse en este empeño:
– Al recuperar recetas tradicionales con ingredientes olvidados o marginados: gachas de almortas, tagarninas esparragás, potaje de cenizos y romanzillas, panes con amapolas, sopa de majao veraniego con alficoz, ensaladas, jugos y confituras de granado, rellenos y panes espolvoreados con semillas de amapolas, tortilla de collejas, potaje con berros, ensalada de verduras silvestres con astillejos, cerrajillas y achicorias, radichetas como guarnición de asados, potaje de guardalobos, arroz con collejas, ensalada de verdolagas, guiso de borrajas con papas, manzanas rellenas de crema de harina de algarroba, purés, pastas y sopas de castañas, sopa de lentejas rojas con sumaq (zumaque),…
– Al innovar nuestra cocina con nuevos ingredientes como la quinoa, la chia, la cañihua, o el amaranto. Surgen así y recetas como los grisines de polenta con chia y amapola, las galletitas de amaranto, el tabulé y la chaufa de quinoa, el guiso paraguayo de quinoa con choclo y mandioca, etc.
– Y finalmente, al encontrar nuevos valores dietéticos con nuevos ingredientes. Como los del aloe, con sus variadas virtudes medicinales, los del granado y otros frutos rojos (y semillas) ricos en antioxidantes, la estevia como edulcorante, sin problemas para los diabéticos, sémolas sin gluten como el trigo sarraceno, la avena o la escanda. Nuevas formas de consumo de estos alimentos van surgiendo potenciando el cultivo y consumo de las especies respectivas: galletitas de avena, milanesas de mijo y avena, yogures con lino o con aloe, etc.
Amigo lector de Vida Más Verde: lo invitamos a que espere nuestra segunda y tercera entrega de este especial sobre agricultura sociológica y ecológica.
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